Las universidades han cambiado muy poco en los últimos cien años. La idea sigue siendo la misma: clases presenciales dirigidas por un profesor que repite, semestre a semestre, los contenidos de la materia; exámenes escritos para disciplinar a los estudiantes periódicamente; programas y profesores separados por las fronteras disciplinarias de hace un siglo; libros de texto estáticos que se desactualizan no bien son publicados.
Hay excepciones. Muchas universidades han experimentado con el aprendizaje activo y alentado a sus alumnos a graduarse en varias disciplinas. Pero, en lo esencial, la experiencia de un estudiante hoy se parece mucho a la de sus abuelos, como escribió el exrector de Harvard Larry Summers.
El problema es que el resto del mundo ha cambiado. La señal de alarma la está dando la explosión de cursos virtuales gratuitos. Por ejemplo, más de 70.000 estudiantes se inscriben semanalmente a los más de 200 cursos en línea organizados por Coursera, la compañía de educación virtual de la que son socias 33 universidades de diferentes países. Para no quedarse atrás, Harvard y MIT crearon edX, un portal en el que docentes de 12 universidades ofrecen cursos sobre temas tan diversos como circuitos eléctricos y teoría social.
Precisamente un foro de Harvard y MIT acaba de hacer un balance de esta tendencia, que dejó claros los cambios pendientes en la educación universitaria para ser relevante en el siglo XXI.
El primer ajuste es que las universidades dejen de enfocarse en transmitir información y se concentren en enseñar qué hacer con la información disponible. En un mundo en el que Google pone al alcance de los dedos, al instante, una cantidad infinita de conocimiento, la habilidad que hace falta es saber procesar esa marea de datos.
Además, las tecnologías de la información están transformando los medios y los materiales de enseñanza. Si hay en internet un curso de Introducción al Cálculo dictado por un profesor excepcional y apoyado por recursos pedagógicos profesionales, ¿para qué dedicar horas preciosas de clase a que otro profesor, quizás no tan bueno como el virtual, dicte los mismos contenidos? En lugar de eso, el tiempo en las aulas debe ser dedicado a resolver problemas y aplicar el conocimiento.
También es claro que “estamos pasando a un mundo que valora más las competencias y menos cómo fueron adquiridas”, como escribió el periodista Tom Friedman sobre el foro Harvard-MIT. Con la proliferación de universidades y graduados, tener un diploma es una señal cada vez menos importante de competencia laboral. Lo que importa no es cuánto tiempo el estudiante estuvo sentado frente a un pupitre universitario, sino qué habilidades concretas puede demostrar como profesional.
Una última mudanza que pone en aprietos el modelo tradicional es que la creación de conocimiento y el desempeño laboral son cada vez más colectivos. Como escribió Summers, esto significa que las universidades tienen que girar hacia formatos de aprendizaje activo, en aulas pequeñas donde los alumnos trabajen alrededor de mesas en la solución colectiva de problemas.
Nada de esto significa que la universidad de ladrillo y cemento vaya a desaparecer. De hecho, varios estudios muestran que los mejores resultados se obtienen cuando se mezclan sesiones virtuales (para aprender los contenidos básicos) y clases presenciales (para discutir y profundizar).
Pero a menos que hagamos los cambios pendientes, los profesores podemos correr la suerte de los discos de vinilo. Y las universidades, la de los tocadiscos.
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