Ha corrido un estremecimiento de gratitud en todas las universidades privadas, cuando el presidente Evo Morales destacó la excelencia que han adquirido éstas (*). Al mismo tiempo se deslizó un sentimiento de profundo desagrado en las universidades públicas por el llamado de atención que él hizo ante el desmejoramiento de los niveles de preparación que éstas presentan.
Ambos criterios son válidos, pero no pueden y no deben
significar, de ningún modo, que el gobierno del proceso de cambio vaya a darle
ventajas a las universidades privadas y dejar que las universidades públicas
sigan desmejorando.
Vayamos por partes. La universidad es, y tiene que ser
siempre, pública. Lo fueron las primeras universidades creadas por la iglesia
en la Europa medieval. Las pongo como primera cita, porque nuestras
universidades tienen su origen en ellas. Esas universidades estuvieron abiertas
a los jóvenes ávidos de conocimiento, más allá de las normas y sentencias que
dictaba el orden establecido: la tierra era el centro del universo, la tierra
era plana y en sus confines se caía al vacío, el ejercicio de la química era
brujería y se la perseguía, el estudio anatómico estaba prohibido y merecía
tormento y muerte. Muchas, muchísimas más, eran las verdades irrefutables del
orden establecido por entonces.
Paradójicamente, como era presumible, la jerarquía
eclesiástica imponía estas “verdades divinas” y, en las órdenes y monasterios,
se desarrollaba el pensamiento polémico. De modo que, la universidad nació
cuando ese fermento de conocimiento no podía mantenerse dentro de la iglesia y
tuvo que hacerse público. Y entonces, irónicamente, debió contar con la
aprobación de la misma jerarquía que comenzó a resquebrajarse en el
mantenimiento de sus verdades absolutas.
Desde entonces, la universidad medieval, la moderna y la
actual, es pública y no puede ser de otra forma.
Lo mismo ha ocurrido en otras regiones de nuestro planeta.
La cultura china tuvo sus universidades con Confucio, con Lao Tsé y otros
filósofos. La residencia-universidad de Confucio, más de mil quinientos años
después, sigue regida por sus descendientes y allí siguen estudiando los ávidos
de conocimiento. La civilización árabe ha tenido y tiene sus propias
universidades, en las que se desarrollaron sofisticadas ciencias, como las
matemáticas. Y, ¿cómo podríamos calificar a los filósofos griegos? Ellos, hace
más de dos mil años, midieron la distancia de la tierra a la luna, debatieron
sobre el átomo, estudiaron los elementos químicos y establecieron las leyes de
la geometría euclidiana. Del África, salvo las costas mediterráneas, sabemos
muy poco, pero es imposible que no se haya desarrollado la ciencia, si
encontramos los restos de civilizaciones que la invasión europea se encargó de
enterrar para sostener el negocio de la esclavitud.
En consecuencia, la universidad privada es un invento de la
sociedad actual, en la que todo, absolutamente todo, se convierte en
mercadería, ya sea salud, deportes, educación y hasta cárceles y cementerios.
Al convertir la educación en mercadería, quienes se hacen
cargo de ella, son empresas cuyo propósito es el lucro. Es legal, totalmente
legal, en esta sociedad que permite vender hasta el nombre, como se vendió
Benetton por varios miles de millones. No hay ningún reproche a las
universidades privadas, por el hecho de cobrar mensualidades o créditos, según
sea el sistema que usa cada una, para impartir conocimiento.
Otra cosa distinta es que, las universidades privadas,
pretendan sustituir a la universidad pública. Un solo hecho hace la diferencia:
la universidad pública es autónoma y la privada tiene una orientación
determinada por la empresa.
En la universidad pública se discuten las diversas teorías
filosóficas, religiosas, científicas, tecnológicas, humanísticas y sociales. Se
crean institutos de investigación cuyos resultados pueden no ser del agrado del
Estado y, con bastante frecuencia, del gobierno en ejercicio. Ocurre que, estas
investigaciones, pueden no tener una finalidad práctica, pero hacen un enorme
bien al desarrollo del conocimiento.
La investigación de una universidad privada, cuando se da el
caso en alguna circunstancia, debe tener un resultado que justifique la
inversión. Hay excepciones, ciertamente, pero éstas no hacen otra cosa que
confirmar la regla.
El presidente Evo Morales entregó los decretos que reconocen
a 33 universidades privadas en el país. En su discurso de circunstancias, alabó
a estas universidades y criticó a las públicas, recordando tiempos pasados: “Se
hablaba por entonces –decía el presidente- de que la que la universidad privada
en Cochabamba o Bolivia era un fábrica de cartones. Va pasando el tiempo y
ahora siento que es todo lo contrario…”.
Parece lógico que haya sucedido así. Los años de trabajo
tienen que dar resultados y los profesionales que ahora egresan de esos centros
son mejores que los primeros. Si no fuese así, esa universidad se cerraría, por
falta de demanda.
Pero otra cosa distinta es la universidad pública. El
desarrollo del pensamiento libre, del conocimiento de avanzada, de la idea
transformadora, es la sustancia de la universidad pública. Se contestará que el
MTI, la Universidad de Harvard, la Universidad de Yale, son todas privadas.
Cierto, de allí salen técnicos, muy buenos técnicos y salen cientos de miles de
burócratas que llegan a América Latina a imponernos recetas. Los pocos
pensadores salidos de aquellas universidades, son repudiados por sus casas de
estudio, porque no siguieron la norma.
El presidente Morales no condenó a la universidad pública.
Lo que hizo, fue criticar el bajo nivel en que se encuentra. De la universidad
pública, sólo de ella porque es autónoma, depende que vuelva a ser rectora del
conocimiento en nuestra sociedad.
02/12/11
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